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Cuauhtémoc, el águila que cae, nunca cayó del todo.

Es originario del barrio de Tlatilco de la delegación Azcapotzalco en la Ciudad de México. Destacó desde pequeño con el balón, driblando rivales en su barrio. Nunca dribló una pelea, las encaraba con el temple que ninguno de sus hermanos mayores tenían. Los defendía. La joroba que en el futuro tendría, a sus 12 años era apenas una postura chueca que a nadie le importaba lo suficiente como para decirle que caminara derecho. De jugar en la calle, pasó a las canchas de tierra, piedras y porterías oxidadas sin redes. La rompió. Anotó goles a granel. Llamó la atención de un cazatalentos llamado Ángel “La Coca” González. Éste lo llevó a las fuerzas básicas del América y peleó por un salario de mil pesos mensuales para el joven, amenazando al Club con llevárselo a las Chivas. América lo aceptó. La disciplina no era la mejor cualidad de la futura figura, entrenaba cuando quería, refunfuñaba cuando no lo ponían en la posición que él quería. Pero su talento era extraordinario, el temperamento y actitud que mostraba causaba que los entrenadores lo temieran tanto como lo admiraban. Temían – como con todos los jugadores talentosos – que no tuviera la fortaleza mental para llegar a ser profesional.

Debutó el 5 de diciembre de 1992 en un juego de la jornada 18 en contra del León. Entró de cambio al minuto 62 por Raúl Rodrigo Lara. Miguel Ángel López, entrenador que lo debutó, no le dio muchas oportunidades en el primer equipo. Jugaba poco. Fue hasta la llegada de Leo Beenhakker que el joven comenzó a tener regularidad y a mostrar velocidad, desborde, definición y un tiro de larga distancia, que en el futuro trataría de ser imitado por un tal Cristiano Ronaldo. Beenhakker salió sorpresivamente del América. En su lugar entró Jorge Solari, tío de un jugador que años más tardes llegaría al Atlante después de haber jugado con el Real Madrid e Inter de Milán. Le decían el “Indiecito”. El nuevo D.T. lo mandó a préstamo al Necaxa, el equipo del momento. Jugó bien, fue Subcampeón.

En 1998 fue llamado a la Selección y asistió a su primer Mundial. En el primer partido contra Corea del Sur, al ser marcado por dos rivales, se le ocurrió poner el balón entre sus dos piernas, abrazarla con la parte interna, y saltar en medio de sus dos marcadores. Esa jugada pasó a la historia, fue el reflejo de un bandido cuando se encuentra acorralado. Estéticamente no se ha visto algo parecido. En el segundo partido contra Bélgica, México se veía abajo en el marcador. Ramón Ramírez entró por la banda izquierda y sacó un centro a segundo poste. Él, responsable de ya tantas jugadas mágicas, sustraídas de la picardía de la calle y las “retitas” por los chescos, se levantó unos metros con las piernas hacia delante y remató con su pierna izquierda para anotar el gol del empate. Tuvo un gran Mundial. Ese Mundial sirvió para ver en quién reposaban nuestras esperanzas para el futuro. Reposaban en él y en unos dos o tres más. Pero sobre todo, en él.

Dos años después emigró a España, a Valladolid. En la conferencia de prensa en la que anunciaron su llegada, el mexicano aseguró que venía a ser campeón. Una terrible lesión lo apartó de las canchas durante ocho meses y su primera temporada en España pasó de noche. En la segunda, jugando en el Santiago Bernabéu, faltando dos minutos en el reloj para la finalización del partido y perdiendo 2-1, se perfiló para un tiro libre, la última oportunidad de la noche para empatar o para arruinar un premio de 4 millones de pesetas para todos sus compañeros, quienes habían puesto en la quiniela que perderían ante el Madrid. Casillas no pudo hacer nada.

En Europa no se pudo consolidar, regresó a México. Años después fue campeón con el América. No fue al Mundial de Alemania 2006. El entrenador de la selección era Ricardo La Volpe. Fue una venganza. En el 2007 se fue del América perdiendo una final, pero anotando un golazo de tiro libre: Salvador Cabañas y él se preparaban para tirar. “Yo la tiro, cabrón. Vas a ver que la meto”… La pelota entró en la portería del Pachucha sin que Calero pudiera hacer algo. “¿Ya ves cabrón, ya ves?”, le dijo a Cabañas mientras festejaban.

Se fue a jugar a Estados Unidos. La MLS quería ganar audiencia y necesitaba a un jugador así. Pensamos que sería su final. No lo fue, le faltaban unas eliminatorias que salvar. Lo hizo. Anotó en Sudáfrica contra Francia. Se convirtió en el primer jugador mexicano en anotar en tres mundiales distintos. A partir de ahí deambuló en la Liga de Ascenso. Su físico ya no era el mismo. Sobrevivía por su inteligencia. Regresó a primera con el Puebla, metido en problemas de descenso. Dejó algunos destellos. Meses después se anunció que dejaba al futbol e ingresaba a la política. Sin embargo, se fue como Campeón de la Copa MX.

Es el último gran héroe del pueblo, de los niños que juegan en la calle, de los que empiezan a jugar en esas canchas de tierra, donde a parte de lidiar con sus rivales, se batalla para adivinar el bote y la trayectoria del balón en el campo amorfo. El último gran jugador mexicano lo fue por la personalidad que la mayoría no tiene. Se motivaba a partir de la adversidad, algo inusual en el futbolista mexicano.

Cuauhtémoc, el águila que cae, nunca cayó del todo.

Gracias.

Twitter: @mlapuente19

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Written by Miguel Lapuente

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