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Existen amistades que se cuentan historias entre ellos… Historias que no son contadas, hasta que las amistades las cuentan.
Fue el 23 de agosto de 2015, cuando llegué al Comunicaciones en el barrio de Agronomía, en Buenos Aires, seguro de haber encontrado el beisbol en Argentina que había sido como sacarme a la lotería sin haberlo pagado, conocí a Pedro, un cubano que también practicaba lo mismo que un servidor.
Llegamos a la cancha (muy extraño para mí decirle así) y no había luz, pero me presentó a Marcelo Ivona, el hasta ese entonces entrenador desconocido, un tipo serio pero que sabía mucho del deporte, eso me convenció mucho y decidí quedarme en el club.
Las cosas se habían dado de forma muy natural entre él y yo, hasta que me dijeron que iba a pertenecer a un grupo llamado los desgraciados. ¡MA-MA-DE-RA! (la frase que él más utilizaba), ese grupo era una bomba, ellos se llamaban así porque consideraban que tenían más sentido del humor que el otro grupo de mayores que entrenaba con nosotros, los agraciados.
De ese grupo de los desgraciados cuántas cosas podría contarles, pero les contaré lo más importante, de todas las vivencias en el club me sentí afortunado de estar en los desgraciados porque era la mezcla de un todo, éramos la unión entre juventud y experiencia, éramos de distintos países y hacíamos diferentes cosas, creo que había solamente tres situaciones por las que nos podíamos reunir: el asado, el béisbol y Marcelo (cabe destacar que Marce hacía que nos organizáramos para las otras dos, jeje).
Recuerdo que la distancia entre el club y mi casa era muy lejana, Marcelo siempre se ofrecía a darme ride para ir y regresar, siempre nos veíamos en la cochera en Jean Jaures donde surgieron tantas pláticas y fue ahí donde me di cuenta que Marcelo no era tan fanático del béisbol como del softbol.
Una ocasión en alguna plática en su auto para ir a jugar a Lanús, a otros chicos del club y a mí nos empezó a contar una historia acerca de su viaje a Medellín en el 93. Para muchos fue una charla para amenizar el camino al campo, pero para mí fue todo lo contrario, realmente creí que sería una buena historia.
Con Marcelo aprendí muchas cosas dentro del terreno de juego, pareciera una broma de mal gusto que Marcelo podía enseñarnos tanto a venezolanos, cubanos y mexicanos las distintas formas de jugar a la pelota, pero había algo en él que nos hacía confiar en sus palabras y en sus técnicas.
Marcelo hizo con los desgraciados lo que a pocos he visto hacer, menos en estos tiempos, lidiaba con los problemas prácticamente de todos, los botaba y nos hacía jugar a lo que él quería, para él era igual de importante en el equipo alguien que se ponía por primera vez o aquel que llevaba toda su vida jugando al béisbol.
Él era así porque se consideraba fundamentalista, él pensaba que más allá de competir, su aporte consideraba consistía en que los desgraciados aprendieran lo que era un deporte de equipo y aprender que todavía se puede hacer un grupo para fraternizar entre gente grande y los jóvenes.
Un día me junté con Marcelo en su casa para seguir hablando con él del viaje a Medellín, donde descubrí como es que alguien que no tenía heredado el amor a ese deporte podía llevarlo tan dentro de la sangre.
Marcelo fue jugador de la selección de softbol de mayores de softbol de Argentina por allá de 1991, tras su regreso de los Panamericanos de La Habana tuvo una lesión en el tobillo que lo dejó fuera de los planes del equipo nacional. Un año más tarde, después de una ligera rehabilitación, regresó a las canchas con el firme deseo de convertirse en jugador profesional de softbol.
En abril de 1993 sin un trabajo estable y con algunos ahorros que había hecho cuando regresó al campo, Marcelo hizo una maleta para Medellín, aunque él buscaba llegar hasta Valencia, Venezuela. En aquellos tiempos no existía el internet, no existía Facebook, la única forma de comunicarse eran las cartas y las llamadas telefónicas y no existía un contacto para llegar directo a Venezuela, así que Medellín era su única opción.
Las historias que él vivió durante el mes que estuvo en Medellín no habrían parecido la gran cosa, si no hubiera estado de por medio la cuestión que la ciudad estaba convertida en un caos en materia de seguridad por la búsqueda del narcotraficante más importante del mundo en esa época, Pablo Escobar.
Entre la falta de soluciones para la necesidad que Marcelo quería cumplir aunado con el temor de no tener contactos y la posibilidad de quedar varado de forma ilegal hizo que el sueño que había costado un año se esfumara pronto.
No obstante, su revancha con el softbol vino después de 20 años, cuando un amigo suyo, Eduardo “El Chino” Sabaté lo invitó a ser parte del cuerpo técnico de la selección mayor de softbol en 2014, a pesar de haber pertenecido por un año, obtuvo nuevas experiencias y también el sub campeonato del Panamericano de Softbol en ese mismo año, pero lo que más obtuvo fue esas ganas de regresar a lo que siempre amó y que el destino por alguna razón lo había alejado.
Ahora Marcelo sigue en el Comu, el club que le dio la oportunidad de iniciar con el béisbol y el softbol, supongo que sigue formando más desgraciados, sé que en su casa hay tres en camino a serlo, Quimey, Toto y Gugu (el cual nunca supe su nombre), pero sobretodo tiene un pilar indispensable, su esposa, Amancay, aquella chica que lo esperó a su regreso de Medellín y que sigue estando ahí como compañera de vida.
Marcelo constantemente nos decía que cada juego era una carrera de demolición que duraba nueve episodios, hoy puedo decir que no sólo el juego, la vida misma es una carrera de demolición y por algo fuiste mi mentor… Aunque muy desgraciado.
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