13 de julio de 2014. Lionel Messi sube las escaleras del Estadio Maracaná escoltado por sus compañeros de la selección argentina. A menos de 20 minutos del gol de Mario Gotze en el tiempo extra, cada escalón subido en busca de la medalla plateada es un punzón en el alma. A Messi, escoltado por la tropa argentina, le duele el corazón. No concibe haber perdido la final del mundo. No concibe ser segundo.
De los casi 75 mil espectadores en la noche brasileña quedan pocos y mientras los alemanes se sacan fotos con el trofeo, los futbolistas argentinos hacen cola para que les cuelguen del cuello una medalla que no sienten propia. La cara de Messi, de por sí inexpresiva, habla más que nunca. Ni una mueca, ni una sonrisa, ni un pulgar arriba. Los mafiosos de traje de la FIFA se pelean por darle la mano al argentino para felicitarlo por el Mundial jugado pero ni con sus halagos envenenados le afanan una respuesta. Como sube, baja. Messi el primero y Sabella el último, se retiran del escenario con la medalla plateada en el pecho, ahí donde además de una presea está la angustia de haberse quedado en el limbo, de haber llegado a la puerta del cielo y no haber entrado.
Messi se esfuma como en su mejor gambeta del campo de juego. La imagen televisiva que lo persigue por todo el pasillo de premiación como una marca pegajosa, no lo capta más. Es el primero de todos los jugadores que se adentra en el túnel que lo depositará en el vestuario.
No hay más Argentina. Hasta ahí, no hay más. La tele no da más rastros de angustia ni desazón de los jugadores argentinos simplemente porque éstos ya no están frente a las cámaras. Los espectadores en el estadio se preparan para la celebración del título bávaro. ¿Y ahora? ¿Qué manual explica cómo se reacciona ante la pérdida de un Mundial en la final con un gol en tiempo extra? Ya no hay sueño posible, no hay Brasil decime qué se siente, no hay más Mundial.
Pero hay. Por más que no haya imágenes en las redes sociales, ni videos virales, los jugadores siguen el duelo puertas adentro. Messi llora. No para de llorar. No jugó su mejor partido y no pudo levantar el título que más ganas tenía de levantar en el mundo. Messi parece un nene al que le arrebataron un juguete de las manos. “Estábamos en el vestuario del Maracaná y lo vimos llorar como un nene cuando perdimos la final del mundo. Se nos partía el alma” contó Pablo Zabaleta, a dos años de uno de los cimbronazos más duros de su carrera.
Hasta ese entonces, Messi tenía tres Champions League, seis ligas de España y un sinfín de palmarés, pero no tenía el Mundial, ni iba a tener la chance de conquistarlo por cuatro años más. Él lo cambiaría todo por un Mundial. Lo daría todo porque su medalla plateada fuera igual de dorada que todos los trofeos de oro brillante que hay en su repisa. La derrota no está en su diccionario y cuando se adentra, muy de vez en cuando y sin pedir permiso, Messi llora. Llora porque le duele en el alma no haber podido. Llora porque se siente más cuando la que viste es la celeste y blanca. Llora como un niño al que le quitaron la ilusión.
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