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Los árbitros, esa estirpe que aspira a la invisibilidad

El árbitro es un ser paradójico; es obligatoriamente necesario para oficializar los partidos de futbol y siempre está condenado al rechazo. Su labor consiste en aplicar la ley dentro del terreno de juego, pero al mismo tiempo, como me dijo en una conversación el periodista Ángel Robles, es un creador de realidades. El sonido de su silbato hace realidad un gol, un fuera de juego, una falta.

Hay diferentes definiciones sobre los árbitros de futbol. Eduardo Galeano dice que “El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio… Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza”.

Por otro lado, Juan Villoro indica que el árbitro, con la vista nublada por el sudor, debe impartir justicia en una fracción de segundo y que “El capricho más arraigado del futbol consiste en pedirle objetividad al árbitro y valorarlo con subjetividad”. Insiste: “Nadie es tan aficionado como un árbitro. Se trata del hincha absoluto que por amor al juego no muestra su amor a una camiseta y soporta el desamor a su madre. Su único consuelo consiste en saber que el partido sería imposible sin su polémica presencia”.

Con nadie se es tan desagradecido como con un árbitro. La única forma de reconocimiento a su buen trabajo es el silencio y no sólo reciben afrentas del público y jugadores, también de los hombres de pantalón largo que administran las ligas.

El viernes los árbitros de la Primera División en México realizaron algo insólito: se declararon en huelga y no pitaron los juegos de la jornada 10 de la Liga. Su decisión fue impulsada por los castigos a Pablo Aguilar y Enrique Triverio que emitió la Comisión Disciplinaria después de haber modificado sus cédulas, y que ellos consideraron injustos y denigrantes puesto que habían sido derivados de agresiones hacia dos silbantes. En el futbol mexicano, la solidaridad entre diferentes gremios había sido algo imposible debido a los intereses de los directivos y a la sumisión de los árbitros y jugadores. El problema al que se vieron enfrentados los directivos de la federación y los dueños de los clubes no sólo tiene que ver con decidir otra fecha para jugar la jornada, sino a que se marcará un precedente y al poder nada lo amenaza tanto como un precedente exitoso de insurrección.

Los árbitros, esa estirpe que a lo máximo que aspira es a la invisibilidad, se hizo visible y logró su objetivo: Aguilar y Triverio fueron sancionados por un año, como lo dicta el reglamento. Satisfechos, levantaron la huelga. Regresarán a hacer lo mismo, buscar la imposible objetividad que exige su profesión y a recibir mentadas de madre en el intento.

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Written by Miguel Lapuente

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