@barriobravobb Chile
Steven Gerrard
El ambiente en Estambul derretía los fríos tópicos europeos; setenta mil fanáticos multiplicando la energía del tiempo, transmitiendo electricidad. Los forofos italianos aparecían expectantes y seguros de estar cerca del séptimo dominio europeo, y no se trataba de arrogancia, más bien se sustentaba en un equipo acostumbrado a ganar, con un portero en forma (Dida), una solida defensa (Cafú, Nesta, Stam, Maldini), el mejor mediocampo del mundo (Gatusso, Pirlo, Seedorf, Kaká) y dos “9” de época (Shevchenko y Crespo). Su director técnico, Carlo Ancelotti, no se restó favoritismo, y su propietario, el viejo verde de Silvio Berllusconi, ya había llenado de bailarinas su mansión. A pesar de ello, el local ese día en el estadio Olímpico de Atatürk era el otro equipo, Liverpool. Lo de la parcialidad inglesa conmovía, el raspado de sus gargantas agredía, envolvía y entusiasmaba. El equipo porteño del norte inglés contaba con el pedigrí del palmarés -4 títulos anteriores-, pero habían transcurrido veintiún años de la última conquista importante en Europa, mientras su clásico rival, Manchester United, lo ganaba todo. Sí, también existía ansiedad y presión en la escuadra que dirigía el español Rafa Benítez.
Tanta presión que al minuto de juego una falta lanzada por el pie de Pirlo encontró solo a dos metros del punto penal a Maldini y este la mandó a guardar. Gol de camarín y los pronósticos rápidamente comenzaban a confirmarse. El balde de agua fría para los británicos se sintió en el partido, además de trastocar el plan conservador dispuesto por Benítez. Liverpool tuvo que salir más de lo planificado, pero lo hacía simplemente empujando, mientras con espacios el cuadro italiano dominaba las acciones de riesgo y por momentos le daba un toque a su rival. Y así llegó el segundo, con un Kaká que a la carrera condujo una contra sin desesperarse, leyendo perfectamente el movimiento de la jugada, habilitando entre los centrales a Shevchenko; el ucraniano sin ser glotón centró al medio para que Crespo decretara el silencio en los latidos del “enemigo”. Cinco minutos después, a falta de uno para el final de la primera mitad, nuevamente Kaká dictando catedra, ahora daba un pase extraordinario de 40 metros para que otra vez Crespo se llevara los flashes: el argentino picó de primera, suave y con clase, el balón al portero Dudek, que terminó a medio camino cuando buscaba achicarle el ángulo: 3-0. Un golazo esencialmente sudamericano y el puñal clavado en el alma.
Rafa Benítez trató de morder el ego de sus futbolistas, garabateó, reordenó sus piezas, quiso hacer hervir la sangre de sus jugadores en medio de un ánimo abatido y carente de respuestas. Desde el otro lado, Ancelotti pedía tranquilidad, sólo quedaban 45 minutos para levantar una nueva “orejona”.
El fútbol es un juego técnico, pero también es profundamente espiritual, y es ese sustrato cualitativo y elocuentemente vibrante el que puede cambiar la dirección de aquello que se presume sentenciado; perseverar por un motivo, encontrar esa causa y arriesgarlo todo. Y mientras Benítez gritaba, Gerrard exigió con su postura un breve silencio. Steven Gerrard, el emblemático capitán formado e identificado en el club, simplemente ordenó resumirse en la simbiosis natural de este juego: desde las gradas invadía en el camarín un cántico apasionado, fuera de contexto, indistinto al resultado, redoblando en estos tiempos livianos esa anormalidad llamada compromiso. El hincha de Liverpool se sacudió de la mierda sin abandonar y fue ese romanticismo perdido el que reenganchó el brío y la vergüenza: “You’ll never walk alone”, y que fuese lo que fuese. Y fue.
Liverpool salió totalmente concentrado al segundo tiempo, sin dejar de correr, entendiendo que se trataba de una final, abrazados en la atmosfera inigualable que sus fanáticos brindaban en Turquía. Quien otro que Gerrard ponía el primer descuento a los ’54. ¿Qué cresta hacía en área chica esperando el cabezazo de un centro lanzado lateralmente desde tres cuartos? De eso se trata sorprender y comprender que este juego se gana muchas veces si se mueve al espacio, sin la pelota. Aunque en este caso fue el puro instinto de arrojarse por esa camiseta que llevaba en la sangre. Porque Gerrard no estaba de paso, vivía su historia, la de su club, la de sí mismo. Gerrard de niño llamaba a la calle lateral de su casa “calle de la felicidad”, pues en esa calle masticaba el día al lado de la pelota. Esto no era un negocio, no se trataba de vana gloria, lo era todo. Y el color rojo lo defendía no sólo por él y su afecto, también por su primo Jon-Paul, quien murió aplastado en Hillsborough, cuando tenía apenas 10 años e hinchaba ingenua y vivamente por la roja de Liverpool. Steven Gerrard no se iría de esa cancha sin al menos intentar devorarse la inercia del destino y aplastarlo de vuelta. Jugaría como lo hace un capitán, como un futbolista hambriento y como un amigo que no olvida.
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La celebración con ánimo de remontada, de posible, terminó de encenderlo todo.
Dos minutos después Smicer clavó un zapatazo inesperado y la locura contaminaba al planeta fútbol completo…y queríamos volvernos locos. Ahora la inercia variaba con la brutalidad del empuje, y terminaría provocando el penal de Gatusso sobre, sí claro, Gerrard que arremetió voraz en el área. Una final es más que jugarla, había que sentirla y Steven Gerrard lo hacía. Lo increíble a doce pasos. Xabi Alonso se paró nervioso frente a la pelota, mirando a ninguna parte. Tomó breve carrera y metió el derechazo, pero Dida adivinó el lado, sin embargo, el aroma embriagado del capitán estaba en el aire, y Alonso persiguió el rebote, lo cazó y de zurda la mando a la malla: 3-3. La explosión y el fútbol en aliento drogado. En 6 minutos tres goles y el llanto honesto de los más fieles.
El resto fue tensión propia de una definición de este nivel; Liverpool espoleado por lo acontecido, Milán en blanco, aunque con arrebatos que dejaron lo mejor que hizo Dudek en su vida, y con la suerte necesaria para salvarse de varias, porque a veces también toca que la bonita esté soltera. 90 minutos, luego el alargue y todo se cerró en los penales: Milán fallaría tres veces, Liverpool convertiría tres veces. Rafa Benítez estuvo en silencio, sin mirar, acariciando una victoria única, irrepetible, junto a la música de sus hinchas, esos que siempre estuvieron y a los que Gerrard perfectamente escuchó, interpretó y jugó como uno más de ello, y también por él, por su club, por sus recuerdos.
El trofeo lo levantaría el gran capitán en una imagen eterna, conocida a día de hoy como “El milagro de Estambul”… o el milagro de la pasión, pueden decirle como quieran. Hasta siempre, Steven Gerrard.
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